Garbiel García Márquez (1927-2014) es quizás uno de los mayores escritores en nuestra lengua de todos los tiempos. Observador agudísimo, supo llenar de magía la realidad de un pueblo latinoamericano tan fértil y singular, como desmesurado y, muchas veces, trágico.
A continuación, su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 1982, una auténtica obra literaria, una radiografía de la América Latina en la segunda mitad del siglo XX y una apuesta por un mundo mejor:
"Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó
a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a
su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa
que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó
que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros
sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como
alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó
que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula,
cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó
que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente
un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón
por el pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes
de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más
asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias
nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan
codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años,
cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos.
En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez
Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México,
en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos
a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno
de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once
mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron
del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino.
Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de
Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas
se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros
fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo
pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un
ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó
que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no
se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino
que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la
demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces
dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos
la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los
Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante
16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado
con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla
presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez,
el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en
una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado
un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados,
e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir
una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán,
erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del
mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas
usadas.
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo,
el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra.
En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas,
han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las
noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de
hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin
se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un
presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió
peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos
sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón
generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado
la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes
de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios
lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo.
Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían
antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido
en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión
son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están
todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas
encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se
ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción
clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por
no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil
mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron
en tres pequeños y voluntariosos países de la América
Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados
Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil
muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón
de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación
minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba
como el país más civilizado del continente, ha perdido en
el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador
ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país
que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América
latina, tendría una población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo
su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención
de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel,
sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables
muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable,
pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante
y nostálgico no es más que una cifra más señalada
por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros
y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos
tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío
mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales
para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra
soledad.
Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su
esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este
lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas,
se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos.
Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden
a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales
para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua
y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación
de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos
cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más
solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva
si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó
300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener
un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre
durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia,
y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que
nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron
a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento,
12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon
y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños
de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas
Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu
clarificador, los que luchan también aquí por una patria
grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor
si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños
no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos
de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión
de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil
sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios
de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración
occidental.
No obstante, los progresos de la navegación que han reducido
tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber
aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué
la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos
niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles
de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social
que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no
puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos
distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados
de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras
sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra
casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído,
con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas
de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced
de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño
de nuestra soledad.
Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra
respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni
los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los
siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida
sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año
hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad
de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población
de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con
menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América
Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado
acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien
veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy,
sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de
infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este
lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno
de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de
que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre
colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora
nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta
realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió
de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo
lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no
es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía
contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie
pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto
el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien
años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad
sobre la tierra.
Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido
con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron
mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin
apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras
se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el
compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro
honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí
entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos
el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de
juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa,
suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el
olvido.
Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo
secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales
que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante
de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera
tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso
sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón,
pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer,
amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la
poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador
de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está
visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal
y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de
los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad
Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra
América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande,
el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores
sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía
secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia
el amor y repite las imágenes en los espejos.
En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna,
de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de
dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes
de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes
de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad,
como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano.
Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta
de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido
como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía.
Muchas gracias".
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